La guardaespaldas by Katherine Center

La guardaespaldas by Katherine Center

autor:Katherine Center [Center, Katherine]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-07-19T00:00:00+00:00


* * *

Después de cenar me llevé a Jack al fondo del jardín para informarlo en privado sobre la situación corgi.

Al lado del granero había un corral de caballos con un banco donde podríamos sentarnos. Saltamos la valla y nos instalamos cerca del abrevadero mientras ponía a Jack al corriente de lo sucedido sin que nadie pudiera oírnos.

Hablar a los clientes sobre las amenazas es un arte. Un equilibrio delicado que busca informarlos sin alarmarlos. O, más exactamente, alarmarlos lo justo para obtener su atención, cooperación y compromiso sin meterles el miedo en el cuerpo.

Jack no se alarmó lo más mínimo. De hecho, en cuanto pronuncié la palabra «desnudos», empezó a reír.

—Oye —dije—, no tiene gracia.

Jack se recostó en el banco y alzó la cara hacia las estrellas con los hombros temblando. A continuación, se inclinó hacia delante y hundió la cara en las manos.

—Lo siento —dijo al rato, enjugándose las lágrimas—. Es por los desnudos. Y los mensajes. Y la frase… —Pero la risa era más fuerte que él—. Y la frase… —probó de nuevo, pero fue incapaz de conseguir terminar—. Y la frase —dijo más fuerte en esta ocasión, como dándose la orden de serenarse—, la frase «si encaja en tus planes».

Esta vez se desplomó hacia delante con todo el torso convulsionando.

Es superdifícil no reírse cuando tienes a alguien partiéndose el pecho delante de ti. «Esto es serio», me recordé. «Mantén la concentración». Entonces dije, toda profesional:

—Probablemente deberías echar un vistazo a todo.

—Los desnudos, no —dijo, riendo más fuerte—. No me obligues a verlos.

—Tienes que tomarte esto en serio —dije, tratando de serenarlo con mi tono de voz.

—El jersey me lo quedo —declaró secándose los ojos—. A mi madre le encantan.

Negué con la cabeza.

—Hemos requisado todo como prueba.

Eso le hizo estallar de nuevo. Se dobló en dos, corto de aire.

—Nunca he conocido a nadie que se ría tanto —dije al rato.

Él seguía.

—Yo nunca me río. Llevo años sin reírme.

—Ahora mismo te estás riendo.

Al oír eso se incorporó, como si no se hubiera percatado.

Qué irónico. Decirle que estaba riendo fue lo que hizo que dejara de hacerlo.

—Supongo que sí —respondió, como si no pudiera creerlo—. Vaya.

—Te ríes todo el rato —dije, sorprendida de que no supiera eso de él—. Te ríes de todo.

—Especialmente de ti —señaló.

Le eché una mirada en plan «Gracias».

Me observó con detenimiento, como si estuviera cayendo en la cuenta de que lo que acababa de decir era cierto.

—No puedes ignorar esas amenazas —le advertí, lista para embarcarme en un apasionado sermón sobre cómo las amenazas pequeñas podían crecer hasta convertirse en amenazas grandes.

Sin embargo, justo entonces algo inesperado me hizo perder el hilo de mis pensamientos.

Un caballo entró en el corral donde estábamos sentados.

Un caballo.

Un caballo blanco y castaño acababa de cruzar la verja abierta del corral y se dirigía hacia nosotros. Como caído del cielo. Lo juro. Un caballo sin ensillar.

Me puse rígida y Jack lo notó.

—No me digas que también te dan miedo los caballos.

—No —respondí por principio—, pero ¿qué hace aquí?

—¿Que qué hace aquí? Vive aquí.



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